Pandemia y posglobalización

Las enciclopedias retratan a Enrique Cabero como un experto en Derecho Laboral estrechamente vinculado a su alma mater, la Universidad de Salamanca. También subrayan su etapa como coordinador de las actividades que coronaron en 2002 a la capital del Tormes como Ciudad Europea de la Cultura y destacan su paso por la política municipal, una etapa para algunos sorprendente, pero natural para quien se ha forjado una reputación de hombre sereno y conciliador durante varias décadas en los despachos de plantas nobles, junto a retratos de hombres y mujeres ilustres y en el epicentro de importantes decisiones que, vestidas con ropa de gala y birrete, son también pura política al más alto nivel. Lejos de desentonar, este hombre acostumbrado a trabajar de forma callada para mejorar una sociedad que le admira, se ha ganado el respeto de sus coetáneos. Y eso habla muy bien de quien destila tanta confianza como seguridad cuando se trata de analizar situaciones y buscar la salida más adecuada. Esto no lo cuentan las enciclopedias.

La templanza de este padre de dos hijos le hace pasar en ocasiones por un ser inalterable. Virtud de quien ha braceado muchas veces entre orillas antagónicas. Porque Cabero, y eso tampoco lo leeremos en ninguna hagiografía, sabe mantener la compostura y conciliar hasta en los momentos más tensos aprovechando al máximo su fina capacidad de observación, una memoria prodigiosa y una inteligencia innata que ordena en tiempo récord las piezas desperdigadas de cualquier puzle de la historia; llegando mucho más lejos de lo que se le supone a un doctor en Derecho. Solo quienes combinan el manejo de la brillantez intelectual con la emocional consiguen abrir puertas tapiadas para el resto y el presidente del Consejo Económico y Social es uno de ellos.

 

Hace un siglo, solamente un siglo, de la proclamación del Estado social y democrático de Derecho, con sus nuevos valores, principios y derechos, así como con una amplia revisión de la función de los poderes públicos y la reorientación del sistema económico-productivo. La constitucionalización de los derechos sociales, con atención especial a los de contenido laboral, incluidos los de ejercicio colectivo, como la libertad sindical y el asociacionismo empresarial, posibilitó la consolidación del Derecho del Trabajo y el futuro diseño de los sistemas de seguridad social. En 1919, la creación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), por obra del Tratado de Versalles, y la aprobación de la Constitución alemana de Weimar se convirtieron, después de una dura pandemia y de la Gran Guerra, en las piedras angulares del modelo anunciado.

El Estado social y democrático de Derecho tardó en surgir con fuerza y lo hizo como herramienta básica para la reconstrucción en la segunda posguerra mundial. La puesta en funcionamiento de las Naciones Unidas, la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la creación de las Comunidades Europeas impulsaron el inicio de esta era, caracterizada en aquellas fechas por las tensiones de la guerra fría y a partir de los noventa, a causa de la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, por la versión más amplia de la globalización que se había dado en la historia. Se dinamizó el proceso con la incorporación de la mayor parte de la comunidad internacional, dada la fácil circulación de capitales y tecnología, aunque de forma marcadamente desigual, al ámbito de la producción industrial y de los mercados internacionales.

Si bien la globalización había empezado a manifestar sus más visibles desajustes antes de marzo de 2020, la pandemia ha venido a acelerar la ruptura de los equilibrios inestables sobre los que se había construido. El encarecimiento de las materias primas y la energía, las insuficiencias de la logística, la excesiva concentración de la producción industrial en China, la desatención del sector primario y de otras actividades estratégicas, el incremento de las desigualdades (millones de personas en riesgo de exclusión social, migraciones forzadas, desempleo juvenil, paro de larga duración, existencia de “paraísos” fiscales y laborales, concentraciones arbitrarias y nocivas de población en pocos territorios e injusta despoblación de otros, brechas de género, digital, de edad, etc.) y las consecuencias del cambio climático, entre otros factores acumulados, reclaman la redefinición institucional del modelo de globalización desde planteamientos supranacionales y multilaterales. Se ha de preparar, así las cosas, la transición hacia una renovada globalización democrática, avanzando internacionalmente en la mejora del Estado social y democrático de Derecho.

El retroceso en la búsqueda de la igualdad efectiva en las regiones continentales pioneras en esta materia, presentado como sacrificio inevitable en aras de su generalización, no se ha visto recompensado. No está de más, por ello, insistir en el pacto constitucional que originó el reconocimiento de los derechos sociales y, en general, de ciudadanía a cambio de concordia en un sistema de economía de mercado moderado socialmente. La adecuada redistribución de las rentas para fomentar el consumo en libertad, igualdad y bienestar garantiza, a fin de cuentas, la productividad, la competitividad y el progreso. No se debe desvirtuar, o minusvalorar, el Estado social y democrático de Derecho, ni la Unión Europea, sino todo lo contrario, so pena de un incremento insostenible de los malestares que vienen protagonizando estas décadas del presente siglo. Adquiere cada día mayor realce el lapidario considerando inicial del preámbulo de la Constitución de la OIT: “la paz universal y permanente solo puede basarse en la justicia social”. Y es que “si cualquier nación no adoptare un régimen de trabajo realmente humano”, con un sistema avanzado de protección social, en el marco de una democracia de calidad, “esta omisión constituiría un obstáculo a los esfuerzos de otras naciones que deseen mejorar la suerte de los trabajadores en sus propios países”.

Ciertamente, la globalización iniciada en los años 50 del siglo pasado ha contribuido a una extensión de la mejora de las condiciones de vida en países que se hallaban en el entonces llamado tercer mundo y en aquellos considerados en vías de desarrollo. Se asoció necesariamente al progresivo fin del colonialismo. Apareció la distinción entre los denominados Estados emergentes y los aún atrapados en dinámicas neocoloniales. La percepción ciudadana de una pérdida de soberanía en las democracias más avanzadas, con el correlativo incremento del peso de los mercados internacionales y la paradójica mixtura de parámetros políticos y económicos, antes estimados antagónicos, en la nueva potencia china, sirve de indicador del comienzo de otra etapa, plagada de incertidumbres e insuficiencias, propicia para cantos de sirena que ofrecen refugios perniciosos en huidas imposibles de la realidad.

Exactamente cien años después se ha hecho imprescindible el reforzamiento del Estado social y democrático de Derecho, en una comunidad internacional global y multilateral, sin metrópolis ni colonias, que cuide y relance los procesos de integración supranacional, como nuestra valiosa Unión Europea, amén de la reafirmación de su función inmanente, incompatible con la exclusión social, la pobreza, el desapego ciudadano, la desigualdad o la inadecuada redistribución de la renta.

Enrique Cabero Morán

Presidente del Consejo Económico y Social de Castilla y León