Leer a Marcel Proust

Jamás lo reconocerá, pero Alejandro Menéndez es una de esas mentes brillantes que mejoran el mundo de forma silenciosa, sin estridencias. Un erudito.

Autoridad mundial en Derecho Financiero y Tributario, materia de la que es catedrático por la Universidad de Valladolid, ha dedicado su vida a una disciplina directamente relacionada con cada paso de nuestra vida, adaptándola a los tiempos, formándose de forma constante para poder formar a otros desde las aulas universitarias que, como en el caso de la histórica Universidad de Bolonia, le reclaman porque solo abren sus añejas puertas a los mejores.

Toda una vida de docencia reflejada en sus discípulos más brillantes. Cinco catedráticos y una profesora titular que también algún día aprendieron con ese manual docente que alcanza ya la vigésima primera edición; todo un hito.

Como sería injusto circunscribir su talento únicamente al aula, también la sociedad civil se ha beneficiado de su extraordinaria brillantez y de su vocación de servicio. No en vano actualmente es el presidente del Consejo Regional para la Defensa del Contribuyente de la Junta de Castilla y León y en el pasado impartió cátedra desde históricas cabeceras periodísticas como El Mundo o El Norte de Castilla. Dirige la revista Quincena Fiscal y es miembro, además, de la Fundación del Instituto Universitario Ortega y Gasset y del Instituto Coordenadas de gobernanza y economía aplicada.

Reconocido por los suyos con el premio del Consejo Social de la Universidad de Valladolid, este zamorano de cuna que llegó a la capital vallisoletana a los tres meses para no irse jamás seguirá paseando por sus calles, transmitiendo su sabiduría con la humildad de los grandes y tratando de hacer avanzar su mundo, nuestro mundo, dándole sentido a esos números que para el común de los mortales no son más que una abstracción indescifrable.

 

El pasado 18 de noviembre se cumplió el nonagésimo noveno aniversario del fallecimiento en París de Marcel Proust. Muere de neumonía, y entre las concausas que desencadenaron su muerte -además de su muy temprana e insuperable enfermedad asmática-, destaca su rotunda negativa a encender la chimenea de su habitación, porque meses antes el humo de la misma le provocó una tos persistente, profunda y duradera, que le indujo a tomar tan drástica decisión y a recurrir solamente, para resguardarse del frío, a arroparse con un sinfín de mantas y a no levantarse apenas de la cama.

Hijo y hermano de muy reputados médicos, desconfiaba del saber de los galenos de la época y no solicitó la atención de especialista alguno. Pero es cierto que en el año de su fallecimiento (1922) aún no se contaba con la inestimable ayuda de la penicilina, por lo que, según la autorizada información del doctor José Alonso Vielba -mi admirado otorrino y amigo-, salvo atenuarle los sufrimientos que le causó su enfermedad, poco más hubieran podido hacer por él los médicos de la época.

Como es muy posible que el próximo año, con ocasión del centenario de su muerte, proliferen las nuevas ediciones y traducciones de la obra de Proust, así como nuevos y numerosos estudios y comentarios sobre la misma, también resulta previsible que, si no lo han hecho aún, se planteen la posibilidad de leer a este sin par escritor.

Les adelanto que si tal posibilidad se la consultaran al propio autor su respuesta sería, muy probablemente, que hicieran lo que estimaran oportuno. Porque, si bien en más de una ocasión se refirió a la lectura “como un milagro fecundo de comunicación en el seno de la soledad”, también escribió que “la lectura está en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en ella, pero no la constituye”. De esta y de otras referencias similares cabe concluir que, aun siendo la lectura una valiosa invitación a la “vida espiritual”, en ningún caso esta es posible alcanzarla sin nuestra implicación personal, porque para Proust “no es posible recibir la verdad de nadie, y solo podemos conseguirla por nosotros mismos”. Conclusiones por otra parte muy gratificantes, ya que equivalen a reconocer que descubrir “la verdad” e introducirnos en la “vida espiritual” depende solo de cada uno de nosotros, lo que deja traslucir la irrefutable confianza de Proust en la grandeza ínsita del ser humano.

Comencé a leer en 1975 la heptalogía de Marcel Proust En busca del tiempo perdido -novela a la que se le calculan un millón y medio de palabras-, y lo hice gracias a la impagable recomendación de mi querida amiga Celia Sainz de Robles. Dejé su lectura sin que recuerde bien ahora mismo cuál fue el motivo; pero la volví a retomar dos años más tarde y aún me recreo en ella.

Es para mí un excelente libro de cabecera, porque me resultan literariamente portentosas sus innumerables, detalladas y certeras descripciones; así como vitalmente aleccionadoras sus agudas reflexiones. Todo ello producto, entiendo, de una excepcional capacidad de introspección del autor, que le permite penetrar y describir magistralmente los incontables recovecos de su propia psique, a la que observa y juzga no tan compasiva y solidaria como aparenta serlo en ocasiones, ni tan cruel y perversa como lo parece en otras. Recovecos que son, en definitiva, los de cualquier psique humana.

Su novela es una guía magistral para transitar por los enigmas existenciales del ser humano, porque su lectura pone de manifiesto la verosimilitud de que el mundo real no existe, sino que lo creamos nosotros; de que no hay un universo, sino millones -tantos como pupilas e inteligencias humanas-, y de que la percepción del tiempo recobrado a través de los sentidos constituye un fragmento del pasado que se hace presente. Esta última percepción es la que proviene, por ejemplo, del sabor de una magdalena extraída de una taza de té, que reencuentra al escritor con un sabor idéntico al que sintió hace ya muchos años. Es, pues, como que ese pasado no hubiera desaparecido para siempre, que fuera posible recobrarlo y lograr así una victoria que nos permitirá vivir “fuera del tiempo”. Y es también lo que, con palabras de André Maurois, provoca en el autor “la sensación de haber conquistado la eternidad”.

El argumento de En busca del tiempo perdido es la propia vida del autor (otro de sus descubrimientos literarios), adecuadamente transfigurada -por eso es novela- al configurar sus personajes intercambiando los caracteres de algunos a los que conoció y con los convivió, porque, como el propio autor reconoce: “Desde que he dirigido la mirada hacia mí, cien personajes, mil ideas, me reclaman un cuerpo”. El trascurrir de su lectura trasmite la sensación de que no ocurre en ella nada excepcional -lo mismo que en las vidas de la mayoría de nosotros-; y poco más de esto es lo que se puede contestar cuando alguien nos pregunta ¿de qué va la novela? Pero “de lo que va”, en muy apretada e incompleta síntesis, es de lo ya referido: de abordar y responder a los interrogantes más hondos de nuestro devenir existencial, y también a los anhelos más explícitos de esa misma existencia, a la que percibimos sublime y dichosa algunas veces, y vulgar y dolorosa tantas otras. Por eso la novela, concluye el citado Maurois, es una “fuente inagotable de nuestro sustento espiritual”.

Marcel Proust dedicó varios años a la traducción y estudio del escritor inglés John Ruskin, y lo hizo asimilando su pensamiento y transformándolo en algo suyo, ya que, según sus propias palabras, cobró “conciencia en sí mismo de los sentimientos y experiencias de un maestro… y sacó a la luz su propio pensamiento inspirándose en el de aquel”. Resultó así que fue la obra de un genio (Ruskin) lo que le posibilitó a otro serlo (Proust).

¿A qué esperan, pues? Pónganse a ello: a descubrir, leyendo a Proust, a ese genio que está aún latente en cada uno de ustedes.

Alejandro Menéndez Moreno

 Catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad de Valladolid