Luces y (sobre todo) sombras de la fiscalidad medioambiental

Jamás lo reconocerá, pero Alejandro Menéndez es una de esas mentes brillantes que mejoran el mundo de forma silenciosa, sin estridencias. Autoridad mundial en Derecho Financiero y Tributario, materia de la que es catedrático por la Universidad de Valladolid, ha dedicado su vida a una disciplina directamente relacionada con cada paso de nuestra vida, adaptándola a los tiempos, formándose de forma constante para poder formar a otros desde las aulas universitarias que, como en el caso de la histórica Universidad de Bolonia, le reclaman porque solo abren sus añejas puertas a los mejores.

Toda una vida de docencia reflejada en sus discípulos más brillantes. Cinco catedráticos y una profesora titular que también algún día aprendieron con ese manual docente que alcanza ya la vigésima primera edición; todo un hito.

Como sería injusto circunscribir su talento únicamente al aula, también la sociedad civil se ha beneficiado de su extraordinaria brillantez y de su vocación de servicio. No en vano actualmente es el presidente del Consejo Regional para la Defensa del Contribuyente de la Junta de Castilla y León y en el pasado impartió cátedra desde históricas cabeceras periodísticas como El Mundo o El Norte de Castilla. Dirige la revista Quincena Fiscal y es miembro, además, de la Fundación del Instituto Universitario Ortega y Gasset y del Instituto Coordenadas de gobernanza y economía aplicada.

Reconocido por los suyos con el premio del Consejo Social de la Universidad de Valladolid, este zamorano de cuna que llegó a la capital vallisoletana a los tres meses para no irse jamás seguirá paseando por sus calles, transmitiendo su sabiduría con la humildad de los grandes y tratando de hacer avanzar su mundo, nuestro mundo, dándole sentido a esos números que para el común de los mortales no son más que una abstracción indescifrable.

 

Los ordenamientos tributarios de la mayoría de los Estados y de las entidades supraestatales reiteran el propósito de orientar sus políticas fiscales con el loable fin de que los tributos constituyan instrumentos idóneos para el logro de un planeta sostenible.

En nuestros días, los tributos se conciben como instrumentos con los que se transfieren recursos dinerarios de unos ciudadanos a otros. Por eso, el principio inspirador de nuestra legislación fiscal, plasmado en el artículo 31 de la Constitución, es el de capacidad económica, por el cual los tributos deben recaer sobre quienes la ostentan, para poder atender las necesidades de quienes carecen de ella. Partiendo de esta premisa irrenunciable, la fiscalidad medioambiental deberá obtener recursos de quienes ostenten, en todo caso, capacidad económica, cuando su comportamiento resulte “ecológicamente mejorable”, para con lo recaudado poder reparar los daños ocasionados en el medioambiente. Los tributos, pues, no son sanciones, sino instrumentos de solidaridad social, por lo que debe analizarse si nuestro ordenamiento fiscal es coherente con estas premisas.

Entre nuestros tributos ecológicos, el Impuesto municipal sobre Vehículos de Tracción Mecánica contempla la posibilidad de que los Ayuntamientos aprueben bonificaciones de hasta el 75 por 100 de su importe, en función de la incidencia de los motores o los carburantes en el medio ambiente. Pero a nadie se le oculta que los motores y carburantes que menos contaminan son los de los vehículos más modernos y costosos, por lo que quienes disfrutan de esas bonificaciones son quienes tienen más capacidad económica; y quienes no disfrutan de ellas son los que no pueden asumir el coste de adquirir esos vehículos. Incentivar con dinero público la renovación del parque de vehículos parece una medida más adecuada que la actual para preservar el medio ambiente, porque sus dueños podrán desprenderse de los vehículos más contaminantes y adquirir otros más ecológicos.

De los aproximadamente noventa impuestos propios de las Comunidades Autónomas (CCAA) una gran mayoría proclama su finalidad medioambiental, si bien su regulación cuestiona tan optimista proclamación. Veámoslo.

Entre esos impuestos de las CCAA que dicen tener un fin medioambiental son muy numerosos los que gravan los vertidos de residuos en depósitos o vertederos legales. Pero resulta inobjetable el comportamiento ecologista, tanto de quienes gestionan esos depósitos como de quienes trasladan a ellos los residuos que inevitablemente genera el desarrollo de su actividad económica. Lo mismo acontece con los gravámenes que recaen sobre los vertidos legales y necesarios de aguas residuales y de las emisiones de gases contaminantes. Estos tributos incumplen el principio constitucional de capacidad económica con el pretexto de gravar actividades que no son contaminantes, porque más ecológico que no hacerlo es trasladar los residuos ineludibles a vertederos legales.

No menos paradójicos resultan los gravámenes de los aerogeneradores de energía eléctrica, alegando que generan “afección visual”. Esta fuente de energía busca, precisamente, sustituir a otras más dañinas para el medioambiente. No parece coherente, pues, gravarlas con un impuesto nominalmente ecológico que se pretende justificar en un daño inevitable como el de la “afección visual”; sin considerar que ninguna “afección” fundamenta un tributo, porque no refleja capacidad económica alguna, obviando así este mandato de nuestra Constitución. De lo contrario, los feos y alguna cadena de televisión deberían pagar impuestos de análogo fundamento.

La Ley del Impuesto sobre estancias turísticas de Baleares no es menos sorprendente cuando, después de pregonar su finalidad ecológica, bonifica con el 50% de su importe a quienes permanezcan más de ocho días en el mismo establecimiento hotelero o viajen en temporada baja.

El principio (en rigor, eslogan) “quien contamina paga” pretende justificar los impuestos ecológicos de la Unión Europea, pero “contaminar” no refleja la capacidad económica de quien contamina y no puede legitimar tributo alguno. Aunque la contaminación ilegal pueda y deba sancionarse.

Nuestro ordenamiento y el de la Unión Europea tienen impuestos que, sin vulnerar el principio de capacidad económica, tratan de retraer legítimamente los consumos contaminantes. Es el caso del Impuesto sobre el Valor Añadido y de los Impuestos Especiales que gravan el consumo de hidrocarburos, del carbón o de la electricidad.

Olvidar la revisión de nuestros tributos supuestamente ecológicos significará permanecer en su irracionalidad y cooperar, por ende, a la visión seudoreligiosa que con frecuencia transmite la parafernalia mediática que pregona el cambio climático y el sentimentalismo ecologista.

Alejandro Menéndez Moreno

 Catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad de Valladolid