Vallisoletano de la añada del 53, este ingeniero agrónomo es un enamorado del vino español que cursó estudios de Enología y Viticultura. Es, además, diplomado en Economía y Máster en Tecnologías de la Información y las Comunicaciones.
En 1988 recogió el centenario legado familiar y puso la primera piedra de lo que hoy es el núcleo de una empresa de autor que no ha parado de crecer y a la que desde entonces se dedica en cuerpo y alma. Tras Matarromera llegó Valdelosfrailes (1988, D.O. Cigales) y Rento (2000), una pequeña bodega de culto ubicada a orillas del Duero. En 2005 nació Emina Ribera del Duero, una revolución que a una espectacular bodega vanguardista suma un museo del vino. En 2014 pone en marcha la Bodega Carlos Moro, en San Vicente de la Sonsierra, su incursión en la D.O. Calificada Rioja, y en 2019 consolida su apuesta por Galicia constituyendo la Bodega Casar de Vide, en la D.O. Ribeiro.
Carlos Moro mantiene un compromiso constante con entidades de relevancia nacional e internacional de las que es miembro destacado y demuestra una especial sensibilidad hacia quienes más lo necesitan. Tan es así que en 2011 puso en marcha la Fundación Carlos Moro de Matarromera, dedicada al cuidado de las personas y comprometida con los colectivos más desfavorecidos
Como si de otras ramas de la misma viña se tratara, el sello personal de esta mente inquieta y apasionada se deja ver también en las empresas Abrobiotec, dedicada a la biotecnología aplicada al sector alimentario, parafarmacéutico o cosmético, y Esdor Cosméticos, dedicada a la investigación, desarrollo y producción de cosméticos naturales de alta gama con polifenoles.
Siempre en primera línea y siempre marcando tendencia. Por eso no es de extrañar que en 2017 recibiera el Premio Nacional de Innovación, un reconocimiento que se une al premio Alimentos de España 2011, al premio Europeo de Medio Ambiente de 2012 o a la Medalla de Oro al Turismo, que le fue otorgada en 2015.
Vivimos en plena era de la sobreinformación, de la aceleración, de las prisas, de lo fugaz, de la inmediatez, de las noticias que caducan antes siquiera de acabar de leerlas. Vivimos en una economía de la atención donde captarla se ha vuelto más costoso que nunca. Por eso mismo las empresas tenemos por misión crear marcas vivas, marcas con valores que conecten con las inquietudes de los ciudadanos y sepan adaptarse a los nuevos tiempos. ¿Han reflexionado alguna vez sobre la importancia de la marca? No se trata de un eslogan llamativo, un envase atractivo, una imagen moderna o un rótulo brillando en la oscuridad. La marca es el verdadero puente que facilita el intercambio de valor aportando seguridad, identidad y confianza.
Cuando afrontas la importante labor de creación y contenido de una marca lo primero que tienes que hacer es dotarla de alma. Sólo así tendrá posibilidades de perdurar en el tiempo, de ser relevante, de poder ser la vía de transmisión de valores y propósitos, de inspirar, cautivar, conectar…Qué precioso reto; un desafío con mayúsculas que a veces se toma a la ligera pero que es fundamental. El valor que otorga la marca se traduce en múltiples beneficios: reconocimiento, fidelidad, calidad percibida, elección de compra, prescripción, orgullo de pertenencia…Todas estas cuestiones son imprescindibles para la viabilidad de cualquier proyecto empresarial y debemos tenerlas en cuenta tanto al crear la marca como cuando, de manera paralela, decidamos cómo se plasmará no solo en los elementos visuales sino en la forma en la que hacemos las cosas de una determinada manera.
La sofisticación y conocimiento actual de los consumidores han elevado a la categoría de “experiencia de marca” la relación que debemos tener. Entendamos este concepto como aquel que integra los elementos tangibles e intangibles de una marca. Como fiel defensor del vino español, el consumidor encontrará múltiples opciones estupendas en el mercado, incluso de precios similares. Sin embargo, la diferenciación comienza en la propia marca, en todo lo que esta representa, transmite y en su promesa de experiencia diferencial. La marca acredita seguridad, confianza y garantía al consumidor.
Las marcas deben estar tan vivas como las empresas. Deben ser activas, dinámicas, evolutivas y deslizantes. Ya no vale sólo con incluir sus bondades, los grupos de interés esperan que las marcas sean comprometidas y sostenibles. En un entorno cada vez más global y competitivo es crucial que los atributos sean funcionales ya que van a establecer el valor añadido de nuestras compañías. A menudo cometemos el error de pensar que la regeneración de una marca se produce por su cambio estético cuando lo realmente destacable es su proceso evolutivo adaptándose a la realidad del momento. La reinvención no implica el cambio de logo, nombre o eslogan. Una de las marcas más reconocibles del mundo es Coca-Cola y apenas ha cambiado su grafía desde que fue creada en 1886 por Frank M. Robinson a petición del inventor de la bebida John S. Pemberton. Lo mismo nos ocurre con nuestras marcas más emblemáticas, Emina y Matarromera, inspiradas en los valores del viñedo y de un terreno único, y que en varias décadas apenas son perceptibles los cambios realizados en su identidad visual. Construir una marca reconocible es como cruzar el desierto, hay etapas largas y compleja llenas de obstáculos y cualquier toma de decisión en este sentido requiere de un análisis profundo y estratégico antes de alterar cualquier elemento de tu “carta de presentación” que pueda influir en su estabilidad.
Desde mis comienzos como empresario tuve claro el papel relevante de la marca en la edificación de la reputación de la empresa y nuestros productos. Debían ir de la mano ya que la marca engloba la percepción que se tiene de ellos. En el caso del vino, el origen y el viñedo son fundamentales y tiene que ver con nuestro comportamiento, con nuestra filosofía, con nuestra forma de hacer las cosas y también con cómo organizamos nuestras líneas de negocio. Fue precisamente en esa etapa inicial cuando registré la marca Matarromera para los vinos que elaborásemos en esa Bodega y la marca con mi nombre, Carlos Moro, la que registraría para su uso en los vinos más diferenciales, especiales y personales que he ido elaborando desde hace décadas. A pesar del éxito inmediato de Matarromera decidí que cada nuevo proyecto tuviera su propia marca que definiera su personalidad singular. Aquellos que sean padres entenderán fácilmente a qué me refiero; uno quiere para sus hijos lo mejor y, a sabiendas de que cada uno tiene su propia personalidad, quiere que establezcan su trayectoria, que escriban las líneas de su relato único, personal e intransferible. Así lo hemos hecho con marcas como Emina, Cyan, Valdelosfrailes, Rento, Oinoz, CM, Oliduero, Esdor… Cada una de ellas tiene una preciosa historia detrás deseando ser transmitida. Es una labor más complicada y exigente que tener sólo una marca e irla replicando en cada proyecto, pero no sería tan apasionante, diferencial y único ¿verdad?
Una marca también debe responder a los cambios y tendencias sociales que se estén produciendo. En este aspecto coincido plenamente con las palabras de Isidro Fainé que decía que “la palabra mueve a las personas, pero el ejemplo las arrastra”. Así entiendo que deben ser lar marcas; descender a un nivel de actuación trascendente. Nuestra vocación tecnológica e innovadora nos ha hecho ser testigos activos de la transformación digital de estos años, nuestro compromiso medioambiental nos ha impulsado a ser aún más sensibles a problemas globales como el cambio climático y promover acciones constantes. En todos estos procesos es donde radica el cambio. Las marcas ya no hablan sólo de sí mismas, las marcas de hoy hablan con los consumidores, conversan con las personas y establecen un verdadero compromiso de transparencia. Gracias a estos diálogos las conexiones son mucho más profundas, conocemos mejor a nuestros clientes y de esta manera podremos ofrecerles mejores productos y entender las vías que generen un mundo mejor.
Carlos Moro González
Presidente Bodegas Familiares Matarromera