La cocina es fusión y escribir sobre comida en Uppers, como hace él, marida los dos pilares de su vida y enriquece la trayectoria de este periodista de 54 años, diplomado en alta dirección de empresa, que hoy es director de Eventos del Grupo Prisa, tertuliano televisivo y colaborador de diferentes medios, pero antes, entre 2010 y 2018, ocupó la Jefatura de Informativos y la Dirección nacional de la Cadena SER, a donde llegó después de una década como subdirector y director de El Correo de Andalucía. Forjado en mil batallas como corresponsal de El País, la Agencia EFE, Europa Press, El Observador de Barcelona o la Revista Tiempo aprendió desde abajo que esa brega abre el apetito.
En este comienzo del siglo XXI -¿veinte años no es nada?- necesitamos más que nunca una información rigurosa, fiable y comprometida con los intereses de la sociedad. Entendamos por información periodística lo que realmente es: el resultado de un proceso profesional que arroja datos y hechos relevantes a la opinión pública tras haber sido contrastados convenientemente y haciéndolo con sentido de la proporcionalidad y el interés público. Lo demás es filfa. Y desgraciadamente, abunda. Miguel Ángel Aguilar sostiene que cuando hay inundaciones lo más urgente es potabilizar el agua. Ocurre igual: asistimos a una incesante inundación de supuesta información noticiosa que confunde, intoxica y manipula los hechos, una cadena enloquecida que muchas veces se transforma en acciones reales basadas, simplemente, en la mentira y los intereses de quienes promueven, las más de las veces de manera organizada, esas campañas de bulos y difamaciones. Campañas que cuentan con la alegría generosa con la que se comparten las falsedades a través de los grupos de whatssap. La difusión en progresión geométrica y proveniente de una fuente de confianza -quien te agrega a su whatssap: tu hermano, tu amigo, tu compañero de trabajo…- es demoledora.
Por eso se requiere con urgencia la mano perita de los periodistas, de las estructuras empresariales que la sostengan, de los compromisos editoriales de las compañías y de la recuperación de la credibilidad por parte de los ciudadanos. Todos estos atributos se han ido perdiendo durante los últimos años: crisis económica, transformación digital, caída en picado de las ventas de periódicos y de los ingresos publicitarios, irrupción de las redes sociales y el auge de los populismos, que ha traído aparejada la manipulación y las fake news. No es caso exclusivo de España. Solo hay que recordar los recientes acontecimientos de Washington. Y observar, impávidos, cómo muchos estadounidenses creen a pies juntillas que el triunfo de Biden ha sido fraudulento. Sin evidencia alguna, con todos los pronunciamientos oficiales en contra. Han decidido ignorar el raciocinio y creer y seguir al líder. Estos mismos creen que los demócratas controlan desde una pizzería una red pedófila. Como hay quienes sostienen que en las vacunas del Covid 19 nos implantarán un microchip o que estas producen autismo. Circulan camelos terraplanistas, otros que implican al papa de Roma, a científicos que habrían descubierto vida en la luna con un telescopio, a las principales empresas, al rey o a cualquier político de cualquier partido. De la misma manera que han surgido en las últimas horas los negacionistas de la nieve. Estos últimos consideran que Filomena (a nuestro pesar) es algo así como otra engañifa institucional, de alguien que ha debido regar una nieve que es de plástico no se sabe bien con qué propósito, ignorando que el hecho de no derretirse bajo el efecto del fuego tiene que ver con el comportamiento de los compuestos de carbono y no con la enésima conspiración de lo que llevamos de 2021.
La circulación de las fakes es nefasta para la salud del mundo organizado que habitamos. Prende en legiones de personas que se tragan esas proclamas acríticamente, las difunden con alegría y, en el peor de los casos, se lanzan a la calle -o al Capitolio- para imponer voz en grito, coactivamente o con armas, su verdad revelada. Bien mirado, Goebbels fue pionero en el arte de las fake news durante el Tercer Reich.
El reto es monumental. Las soluciones no son fáciles. Incluso cuando algunas redes sociales han retirado el perfil de Trump por incitar a la violencia no hemos podido celebrar un debate razonable sobre si una plataforma tiene derecho a impedir que se utilice para incitar a la comisión de delitos. Una cosa es la censura, otra el derecho -que ejercen todos los medios- de negarse a publicar opiniones que les parecen inaceptables. No se trata de un asunto de orientación ideológica. Es un debate más profundo. Pero desgraciadamente hace tiempo que se consideró que las redes sociales son el libertinaje absoluto donde todo vale, otros anunciaron el nacimiento del llamado periodismo ciudadano, que no sé bien qué cosa es, y algunos partidos proclamaron el fin de la intermediación de los medios con la sociedad a favor del empoderamiento de la ciudadanía. Ahora a ver quién le pone el cascabel al gato.
Los medios de comunicación necesitan recuperar el terreno perdido. Tratar de convencer a los ciudadanos de que no da igual el canal por el que se informan. Que no tiene el mismo valor una información armada profesionalmente por un periodista que cualquier chascarrillo de twitter. Hay que reaprender que cada medio tiene derecho a defender con transparencia y honestidad unos principios editoriales porque cree que son causas que hacen una mejor sociedad, pero que hacen trampa cuando manipulan, falsean o exageran los datos para que sirvan a sus propósitos editoriales. Ese nuevo pacto entre lectores y oyentes con sus medios solo se conseguirá con rigor y perseverancia en un ejercicio profesional intachable. Pero también se necesita una ciudadanía dispuesta a formarse mejor en valores cívicos. Recuperar posiciones críticas y fundamentadas, que es un instrumento básico para hacer que las sociedades progresen mediante la exigencia a los poderes públicos. Pero eso no tiene nada que ver con las banderías fundamentalistas e insultonas de las letrinas de las redes sociales cuando se utilizan mal.
Los medios, además de ese proceder riguroso deberán seguir profundizando en la aportación de nuevos contenidos, con mayor alcance, profundidad y que induzcan a la reflexión superando la urgencia espídica de las redes sociales: adaptados a las demandas de la sociedad. En ello están y cada vez se observa más peso específico en los periódicos -algunos en papel y otros digitales- frente a la liviandad frívola tuitera. Pero es que además los medios necesitan ser rentables. Condición indispensable para cimentar su independencia. La rentabilidad en un periódico no sirve solo para llenar legítimamente los bolsillos de los propietarios sino para informar con libertad, sin presiones y sirviendo mejor a la sociedad. Hoy, en añadidura, tienen que convencer a sus lectores de que han de pagar por algo que era gratis hasta hace unos meses. Las ediciones digitales no tenían precio, pero sí valor. Hay que explicarlo y conseguirlo.
El desafío pasa por que los periodistas no olvidemos que el derecho a la información no nos pertenece, que solo somos sus administradores gracias a un pacto tácito con la sociedad, que confía en nosotros. Y los ciudadanos en general deberían comenzar también su propia autocrítica. Mejores ciudadanos, más exigentes e informados hacen un mejor país. Si además los partidos fueran capaces de dar algún ejemplo de sensatez y consensuar los grandes temas de Estado, estaríamos en el camino de la construcción de la España que todos anhelamos.
Antonio Hernández-Rodicio
Director de Eventos del Grupo Prisa