A la vista de la trayectoria, se puede decir que el suyo es un cerebro brillante. Doctor Honoris Causa por varias universidades, este vallisoletano se casó con la Biología desde que se conocieron en Salamanca. El flechazo fue instantáneo y ese amor dio sus frutos en forma de docencia, una de las grandes pasiones de este catedrático que disfruta divulgando lo mucho que sabe. El suyo es de esos talentos que marcharon y regresaron para seguir creciendo en su tierra. Alemania primero y Estados Unidos después le hicieron creer en la fuerza creativa de la investigación. Hay que atreverse a mirar desde otros puntos de vista para hallar lo que nadie ha visto aún.
Y a pesar de ser uno de los españoles más destacados en su campo, el cerebro de José Ramón Alonso le sigue pegando los pies al suelo. Quizá porque es consciente de que, a pesar de su grandeza, el ser humano es frágil y vulnerable. Alonso es un sabio humilde y consciente de que el aprendizaje puede estar esperándote en cualquier lugar, incluso en la más sencilla de las conversaciones que acostumbra a escuchar con atención. Amante también de la gestión, cuando alcanzó el Rectorado de la Universidad de Salamanca, aquel hombre atento de sonrisa perenne no dejó de escuchar mientras soñaba en transformar.
La vida le ha llevado por sendas imprevistas pero jamás ha dejado de ser ese científico soñador y tranquilo que escribe superventas científicos y dirige tesis doctorales con el orgullo de saberse formador de quienes, como él, también sueñan despiertos. Porque tarde o temprano esos sueños mejorarán el mundo en que vivimos.
Charles Darwin es, para muchos, el científico más importante de la Historia. La teoría de la evolución no sólo es uno de los ejes de la Biología moderna, cambió también nuestra relación con Dios, nuestra concepción del mundo y nuestra visión del hombre, de nosotros mismos.
Darwin empezó la carrera de Medicina para congraciarse con su padre, pero la visión de la sangre y el dolor -contempló una operación quirúrgica a un niño en aquellos tiempos donde no existía anestesia– le hizo abandonar, aterrado, esa carrera. Siguió con Derecho, pero lo encontró tremendamente aburrido y finalmente se graduó en Teología en Cambridge con lo que una vida tranquila como vicario rural parecía todo su futuro. Sin embargo, a los 22 años se embarcó en el bergantín Beagle para el viaje más famoso que ha existido entre el de las tres carabelas españolas y aquel que culminó cuando Neil Armstrong bajó del módulo Eagle y pisó el Mar de la Tranquilidad. El viaje del Beagle duró algo menos de cinco años. Darwin jamás volvió a salir de su país.
El capitán del Beagle, Robert FitzRoy, tenía solo un año más que Darwin, pero un carácter muy diferente, con grandes cambios de humor, y se acabó suicidando por una depresión. FitzRoy quería un “caballero acompañante”, un compañero de mesa con educación (para que tuviera una conversación amena), con formación religiosa (quería combinar el encargo del Almirantazgo de cartografiar las costas de la América meridional con encontrar pruebas para una interpretación literal de la Biblia) y que fuera un caballero (pues él no podía rebajarse a compartir su pequeño camarote con alguien inferior). A la vuelta, Darwin publicó la historia de aquella larga travesía, “El diario del viaje del Beagle” un libro que le dio fama como naturalista y como ameno escritor de divulgación científica. Trabajando en los especímenes recogidos y sus notas, la evolución fue tomando forma en su mente, pero sabía que significaba un reto frente a la interpretación literal de la Creación en la Biblia, la visión aceptada por muchos de sus colegas y su propia esposa, Emma. Finalmente en 1856 decidió escribir un libro que se titularía “Selección Natural” y que tendría unas 3.000 páginas.
Pero dos años más tarde, Alfred Russell Wallace mandaba desde Asia a Londres un manuscrito con su propia teoría de la evolución. Lo remitió a Charles Lyell y Joseph Hooker, dos científicos amigos de Darwin, que le habían estado urgiendo para que publicara sus ideas y observaciones. Los dos hombres, preocupados por Darwin y al mismo tiempo con un deber moral con Wallace por su confianza, organizaron que unos resúmenes de los trabajos de ambos investigadores se presentaran el mismo día en una reunión de la Sociedad Linneana. Darwin no asistió porque estaba enterrando ese día a uno de sus hijos. Con el trabajo de Wallace ya encima de la mesa, Darwin trabajó día y noche en un libro más corto que se tituló “Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida”. Esta obra de “solo” 490 páginas se publicó a finales de 1859 y se convirtió en un superventas con un enorme impacto no solo en la comunidad científica. Las primeras 1.250 copias se agotaron en el primer día de venta y se hicieron inmediatamente varias reediciones.
Al principio, Darwin no entró en mucho detalle en cómo sus teorías afectaban por ejemplo al comportamiento humano, pero esta, la nuestra, es la especie más cercana, la que más nos interesa, de la que más sabemos. Basado en sus ideas de parentesco, concluía que los humanos debíamos compartir algunas emociones con otros mamíferos o ellos con nosotros. Darwin, que como le criticaba su padre, tenía un gran cariño a los perros, decía que un perro puede sentir celos cuando su dueño presta atención a otro perro. Del mismo modo, estaba convencido de que los perros mostraban otras emociones supuestamente humanas como estar avergonzado o sentir orgullo o, incluso, tener algo parecido al sentido del humor cuando le pides un objeto con el que está jugando y remolonea, mientras te mira de reojo con algo parecido a una sonrisa. Para Darwin la diferencia entre el hombre y los animales en lo que hace referencia a las emociones básicas era algo cuantitativo no cualitativo. Es decir, tendríamos emociones parecidas pero en distinta medida.
Darwin planteó este libro con unas técnicas muy novedosas. Realizó un cuestionario que recibió respuestas de todo el mundo para conocer las posibles variaciones en la expresión de las emociones en distintos grupos étnicos y países. Encargó cientos de fotografías de bebés, niños y actores para estudiar esos gestos y sus parecidos con los que hacían los monos. Incluyó descripciones de pacientes psiquiátricos para ampliar qué sucedía cuando el cerebro no funcionaba bien y no tuvo reparos en incluir aspectos personales, de su propia vida emocional. Un factor importante de su estudio es que Darwin demostró que las emociones se expresaban de manera similar en todos los humanos. Una sonrisa, un gesto de desprecio o llorar con la cabeza gacha transmitían el mismo mensaje independientemente de grupos étnicos, países, sexos o clase social. Esto es lo que cabe esperar si todos los humanos éramos un grupo único, descendiente de un ancestro común. Y es que todos sonreímos y lloramos por las mismas cosas y de la misma manera.
José Ramón Alonso
Catedrático de Neurobiología la Universidad de Salamanca