El nombre de Atapuerca

Explicar asuntos complejos de una forma extremadamente sencilla debería figurar como mérito en el currículo de un científico porque no todos poseen esa cualidad. Arsuaga sí. Y le suma otra virtud: la naturalidad. Ni una sola palabra de cualquier intervención de este doctor en Ciencias Biológicas y catedrático de Paleontología suena afectada, elevada, academicista o despegada de la realidad. Todo lo contrario, Arsuaga te mira a los ojos para contarte de dónde vienes y cuando lo hace sientes que estás escuchando a tu vecino, al taxista con el que viajaste ayer o al kiosquero que te reserva el ejemplar del día y la barra de pan. Un tipo afable y tranquilo, un sabio que simplifica lo complejo. Y ahí radica su grandeza. Por eso Atapuerca, más que un yacimiento o un museo, es un fenómeno social planetario. Porque acertó de pleno en la dirección. Y por ese mismo motivo, el Museo de la Evolución Humana es el reflejo de un enorme éxito, el de haber sabido trasladar y hacer tangibles esa sencillez de las palabras que han hecho de Arsuaga uno de los científicos más queridos de España. Su nombre evoca cercanía, claridad, amabilidad, sencillez y conocimiento. Ahí es nada. Por eso su trayectoria se cuenta en menos de medio folio, porque Arsuaga –codirector de Atapuerca junto a Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro– la resume como solo él sabe hacerlo. Con humildad, sin estridencias y con su proverbial tranquilidad recogió en 1997 el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica y el Premio Castilla y León de las Ciencias Sociales y Humanidades.

Respetado en todo el mundo, Arsuaga es miembro de la National Academy of Sciences de Estados Unidos, doctor Honoris Causa por las universidades de Burgos, Politécnica de Valencia y Zaragoza y autor de numerosos artículos de investigación y libros de divulgación científica como el que estos días le tiene de gira junto a Juan José Millás, ‘La vida contada por un sapiens a un neanderthal’. Durante las numerosas entrevistas que conceden este hijo de extremo izquierdo que vistió de blanco durante ocho temporadas en Chamartín dribla preguntas incómodas y finta argumentos cuestionables sin perder la sonrisa, demostrando que la genética es la genética y que de aquellas simas vienen estos homos.  

 

“He vivido siempre avergonzado de mi apellido y ahora soy la persona más orgullosa del mundo”. Eso fue lo que me dijo en Burgos un señor mayor hace ya bastantes años. Su apellido era “Atapuerca”.

Y es que no hay nombres feos o bonitos por sí mismos porque en realidad todos son iguales. Lo que hace que sean apreciados o despreciados es aquello que se asocia con ellos. Pasa también, todo el mundo lo sabe, con los nombres de pila. Carlota o Recaredo pueden parecerte toda la vida nombres no muy atractivos hasta que conoces a una persona que los lleva y a la que admiras, o de la que te enamoras. Entonces, sobre todo en el último caso, te parece la más maravillosa de todas las combinaciones posibles de letras.

Los nombres propios suenan y resuenan, brillan y tienen gusto y olor, porque reflejan la personalidad del lugar o del ser humano con el que los asociamos. Y lo mismo pasa con las empresas, y con los países.

A un lugar no se le debe poner un nombre nuevo si ya tiene uno antiguo, aunque a veces se hace, sobre todo si se trata de un lugar turístico. Se busca entonces un nombre más “comercial” para atraer a la gente. El caso más famoso es el de Groenlandia, “Green Land”, la tierra verde, nombre que le pusieron los vikingos a esta isla del Ártico para llevar colonos a poblarla. Después de unos siglos se fueron todos, menos los inuit, que no han necesitado un nombre comercial para hacer su hogar de aquel congelado pero hermosísimo lugar.

Atapuerca estaba en los libros de Historia porque el pueblo y la sierra tienen mucha historia, más de mil años. En Atapuerca se produjo una famosa batalla entre huestes castellanas y navarras en el año 1054, y por ella era conocida sobre todo. Los peregrinos jacobeos se aprendieron también su nombre cuando, pocas décadas después, se estableció el camino francés como ruta principal hacia Santiago de Compostela. Pronunciarían entonces Atapuerca con acento inglés, francés o alemán, como lo hacen ahora nuestros colegas científicos en los congresos de Prehistoria, porque el nombre de Atapuerca se pronuncia de nuevo en todo el mundo.

Hoy Atapuerca significa otra cosa que no guarda relación con los peregrinos jacobeos, pero que sigue teniendo carácter internacional. Evoca evolución humana. Decir Atapuerca es decir orígenes. Los orígenes de la Humanidad, ni más ni menos.

Hay dos cosas que nos fascinan a los seres humanos. Una es que nos cuenten una buena historia, porque nuestro cerebro tiene mucho apetito por las historias, que son su principal alimento. La otra cosa que nos vuelve locos es que nos hablen de nuestros orígenes, que nos den una explicación de por qué existe el mundo y de por qué existimos los seres humanos. Y las dos cosas juntas, es decir, una historia de nuestros orígenes, es el placer máximo para nuestro cerebro. Por eso todas las sociedades humanas se han construido sobre relatos fabulosos acerca de sus propios orígenes, sobre mitos fundacionales que se transmiten de una generación a otra sin cambios, al pie de la letra. Cada sociedad tiene los suyos, y por lo tanto hay tantos génesis como pueblos y culturas.

Y eso es lo que ofrece Atapuerca, pero en versión universal y verdadera: una explicación de nuestros orígenes que a diferencia de las mitologías no es una historia fantástica, sino que está basada en hechos. Una explicación científica, y por lo tanto universal, válida para cualquier pueblo de la Tierra, porque les pertenece a todos sin excepción y no es exclusiva de ninguno en particular. Además, como es una explicación racional, huye del dogma, y por lo tanto está en permanente revisión y mejora, lo que la hace todavía más imprevisible y fascinante. Es una historia por escribir.

Por si fuera poco todo lo anterior, resulta que la explicación científica es más maravillosa, más “increíble”, que los mitos inventados por el hombre.

Atapuerca ofrece además la posibilidad de visitar los lugares donde se están produciendo los descubrimientos, y de contemplar los hallazgos en un museo burgalés que es único en el mundo.

Es bueno sentirse orgulloso de un tesoro cuando este se ofrece a los demás, para que vengan y lo disfruten también, para compartirlo en definitiva. Y es una noble y bella obligación ser responsable de su conservación y exhibición. Por eso tienen los burgaleses motivos para sentirse muy orgullosos del nombre de Atapuerca.

Juan Luis Arsuaga

Director Científico del Museo de la Evolución Humana de Burgos (Castilla y León, España, el Mundo)