Alfonso Sánchez-Tabernero es un sabio. Doctor en Ciencias de la Información, es uno de los mayores expertos mundiales en gestión de las empresas de comunicación. No en vano, ocupa la cátedra de dicha área por la Universidad que capitanea, en la que también fue decano de Comunicación y director del Máster en la especialidad que lo ha convertido en referente.
La enorme reputación y el gran prestigio labrado a lo largo de su ya dilatada trayectoria le ha llevado a formar parte de la Association for Education in Journalsim & Mass Communication (Washington) además de pertenecer al Consejo Editorial del Journal of Media Economics (Estados Unidos) y del International Journal of Media Management (Suiza).
Pero este salmantino del 61, que ha firmado más de medio centenar de artículos científicos en las publicaciones más punteras y es autor de varios libros que, a día de hoy, son obras imprescindibles de consulta sobre el panorama mediático en Europa, es plenamente consciente de que nada de lo logrado hubiera sido posible si no hubiera explorado y explotado su prodigiosa capacidad para aprender, la que quizá sea su mayor virtud. Y lo hace desde la escucha, la humildad y la empatía. Detectando el error para no volver a cometerlo y potenciando el acierto a través de su divulgación. Solo convirtiéndose en alumno se da el primer paso para poder impartir lecciones de humanidad, de vida y de sabiduría.
En su ‘Historia de la guerra del Peloponeso’ Tucídides hace un relato desolador de la peste que asoló Atenas en el año 430 antes de Cristo y de la que él mismo enfermó. El historiador griego nos cuenta la sorpresa e impotencia de la población, los contagios masivos de los médicos, las consultas a los oráculos (hoy hablaríamos de comités de expertos) y se lamenta de la debilidad de la ciencia para vencer la enfermedad. Desde entonces han pasado 2.500 años y parece razonable que nos preguntemos si no podríamos haber aprovechado este tiempo -¡25 siglos!- un poco mejor; porque ni el panorama ha cambiado de manera sustancial ni está claro que hayamos aprendido las lecciones más básicas.
También en esta ocasión el virus nos cogió por sorpresa: es más, comenzamos negando la evidencia y perdimos unas semanas esenciales para prepararnos. Luego actuamos con descoordinación y no pocos gobernantes parecieron preocupados, sobre todo, en lanzar la culpa a sus rivales para proteger la propia reputación en vez de empeñarse en ayudar a las personas que más sufrían. Pero quejarse, lloriquear y obsesionarse con las equivocaciones ajenas resulta bastante estéril; en cambio, podemos avanzar si nos preguntamos qué podemos hacer cada uno de nosotros cuando surge una adversidad de estas proporciones.
Ante los problemas de gran impacto social, no todos tenemos la misma capacidad de respuesta ni la misma responsabilidad; sin embargo, todos tenemos algo que hacer y algo que pensar. Por ejemplo, debemos entender mejor que nuestra fuerza como sociedad depende de nuestro grado de cohesión y solidaridad. Si somos capaces de cuidar a los más vulnerables podemos mirar el futuro con esperanza. Expresado de manera negativa, no podemos volver a fallar a las personas mayores: la gestión de las residencias de ancianos ha constituido uno de los capítulos más lamentables de esta crisis sanitaria.
En segundo término, podemos detectar que los gobiernos, empresas e instituciones que más han acertado son las que desde el principio han tenido claros los principios y las prioridades. En concreto, ha sido clave escuchar a otros, reconocer que no tenemos todas las respuestas, aceptar de buen grado consejos y sugerencias, compartir certezas e inquietudes. Siempre conviene decir la verdad, aunque sea dolorosa, a la vez que prestamos atención a las preocupaciones ajenas.
Por otra parte, debemos reconocer que por ingenuidad, por falta de criterio o por el motivo que sea, a veces nos fiamos de personas que nos fallan de manera estrepitosa. Nos quejamos de los gobernantes, pero los elegimos nosotros. Y muchas veces tenemos influencia en el nombramiento de directivos de empresas, representantes sindicales o a la hora de dedidir quién es el presidente de nuestra comunidad de vecinos. No podemos hacer un juicio basado en las apariencias, en la primera impresión o en las declaraciones de principios que escuchamos. Es preciso que nos planteemos si esa persona tiene la capacidad, el coraje y los valores adecuados para realizar la tarea que le corresponde, también cuando surjan las dificultades.
Finalmente debemos percibir que la globalización, con sus grandes ventajas, en cierto modo nos hace más vulnerables: una persona inconsciente o malvada puede causar daños en todo el planeta. Uno de los modos más eficaces de protegernos ante esa amenaza es la investigación: la ciencia nos ayuda a vencer la enfermedad, nos enseña a proteger la biodiversidad, dificulta la vida de los piratas informáticos, nos permite entender quiénes somos, pone ante nuestros ojos la magnitud de los desafíos a los que nos enfrentamos. Si reclamamos buena sanidad, buena educación o buenos sistemas de transporte, reclamemos también más inversión pública y privada que favorezca el avance del conocimiento científico.
Solidaridad, sinceridad, humildad, entender quién puede merecer nuestra confianza, apoyar la investigación. Si aprendemos esas lecciones, la próxima pandemia -o la crisis que llegue- nos encontrará mejor preparados. Nuestra respuesta será más rápida, certera y coordinada; no fallaremos a las personas más vulnerables.
No resulta fácil que lo aprendido quede fijado en nuestra cabeza y en nuestro corazón. La fragilidad de nuestra memoria es mayor de lo que pensamos. Para mostrar esta idea, con frecuencia acudo a la historia de la tulipomanía o crisis de los tulipanes: me refiero a un periodo de euforia especulativa que comenzó en los Países Bajos en los años 30 del siglo XVII y luego se extendió a toda Europa. Como los tulipanes se pusieron de moda, su precio subía de modo constante. Surgieron entonces los especuladores que sólo compraban tulipanes para obtener ganancias de la venta posterior. Esta fue quizás la primera gran burbuja económica global, que produjo la ruina de muchos comerciantes. De modo sorprendente, llevamos casi 400 años sin aprender que la especulación produce burbujas y que tarde o temprano las burbujas estallan.
La tulipomanía arruinó a los especuladores y algo similar ha ocurrido con las burbujas de los siglos posteriores. Pero las pandemias son más graves que las crisis especulativas: en éstas sólo salen perdiendo los codiciosos; en cambio, en las primeras sufre toda la sociedad. Quizás no seamos capaces de entender que la avaricia rompe el saco, pero es preciso que no olvidemos lo que el covid-19 nos ha enseñado de manera tan dolorosa durante los últimos meses.
Alfonso Sánchez-Tabernero
Rector de la Universidad de Navarra