Consultor independiente
Hace unos años, Eduardo Lazcano de Rojas tomó una decisión poco habitual: dejó atrás casi dos décadas en compañías líderes –siete años en Movistar y diez en Pernod Ricard– para embarcarse en un proyecto propio como consultor independiente. ¿La razón? Quería descubrir de verdad cuál era su valor en el mercado. “Un día me van a echar y van a amortizar mi puesto… me voy a ver en la calle sin saber cuál es mi valor”, llegó a pensar. Y es que, cuando algún jefe le felicitaba por un buen trabajo, nunca sabía si era sinceridad o solo para no minar su moral. La única forma de calibrar tu valía concluyó, era enfrentarse al mercado. Así nació su instinto emprendedor.
Hoy Lazcano ayuda a empresas a poner orden en el caos. Está convencido de que, en un mundo acelerado y cambiante, aportar estructura al pensamiento es clave para ganar claridad, control y compromiso. Ha llegado a resumir su filosofía en la fórmula O2C (Order to Control, Convey, Commit), que clasifica las distintas necesidades de “orden” dentro de las organizaciones. Lejos de abogar por la rigidez, defiende un orden flexible que sirva de brújula y permita la creatividad: “El orden te permite desordenarte. Si no hubiese orden… la falta de orden no es desorden, es anarquía”, afirma. Autor del libro Comunicación Emocional (LID, 2017) y pionero en meaningful branding –la comunicación con significado–, Eduardo Lazcano reflexiona en esta charla con Puentia sobre su trayectoria, la importancia de dotar de sentido y estructura a las estrategias empresariales y cómo las emociones y la empatía marcan la diferencia en la comunicación actual.
Eduardo: Vamos a hablar de verdad. En realidad dar el paso es un acto de estupidez. Lo normal es que, cuando tienes una vocación, llegues a un acuerdo con la empresa. Al fin y al cabo, vivimos en una sociedad del bienestar y lo lógico es no hacer tonterías. A mí me lo pusieron muy fácil. Gracias a Dios, he estado en empresas maravillosas y eso me ayudó mucho a hacer esta transición.
Creo que, en el fondo, fue un tema de… llámalo crisis de los 40, llámalo adolescencia revenida. Una necesidad de novedad. Puedes tener el mejor trabajo del mundo, pero todos tenemos una pauta. Hay quien la cumple en cuatro años, otros en veinte… la mía es de diez. Y cuando cumplí esa pauta, sentí que necesitaba hacer algo nuevo.
P: Salir de la zona de confort suena fantástico cuando sale bien. ¿Estamos preparados para afrontar la situación contraria?
E: No, no estamos preparados. Hay varias cosas importantes que veo cuando alguien deja la empresa para empezar a dar servicio por su cuenta. La primera es una frase que, para mí, descarta automáticamente: “Si yo fuese director de marketing, lo que haría…”. En ese momento sé que no has entendido nada. Porque no eres el director de marketing. Estás dando servicio a una persona que no es como tú. Y si no comprendes ese papel, ya tienes la primera barrera.
La segunda es el folio en blanco. Como ejecutivo, normalmente trabajas con una base que te da la agencia. Sobre ella haces correcciones y eso te hace quedar como muy brillante. Pero la base la ha hecho otro. Cuando trabajas como proveedor o consultor —llámalo como quieras— tienes que aprender a partir de cero, desde la hoja en blanco.
La tercera es la escucha activa. Los ejecutivos tendemos a confundir tomar decisiones con tener la razón. A todo esto, súmale que ya no tienes el soporte que te daba tu tarjeta de visita. Esas tres cosas son las principales barreras para quienes pasamos de un estatus corporativo —ficticio— a un estatus crudo como el de alguien que da servicio.
Recuerdo que cuando salí de Pernod, escribí un ebook sobre la gestión del talento en la era digital. Fue un encargo de una escuela y me dediqué a entrevistar a 50 directores de recursos humanos, directores generales de agencias y ejecutivos. ¿Mi objetivo? En realidad no era la publicación. Quería comprobar si, sin ser ya el de Pernod, me cogían el teléfono personas como Jorge Salvador, productor de El Hormiguero, o José María Barbat, presidente de Sony.
De esos 50 me interesaba confirmar si la mitad de ellos seguirían atendiéndome. Y descubrí algo que muchos también aprendemos a golpes: no es cierto eso de “mis colegas me darán trabajo seguro”. No es por maldad sino porque, entre contratarte a ti o a una empresa con la que llevan años trabajando y que les ofrece un servicio más completo, tu brillantez personal no basta para que te elijan.
P: Llevas ya varios años como consultor independiente, ¿qué has descubierto sobre tu propio valor y por qué crees que las empresas te contratan?
E: Llevo ya diez años como consultor independiente… y cada mes de enero me agobio. Siempre. A mediados ya estoy dándole vueltas a todo. Mi mujer me dice: “¿por qué no empiezas a agobiarte cuando realmente te vaya mal?”. Pero yo prefiero seguir con esa inquietud cada enero. Creo que es sano.
En mi experiencia —que no vale más que la de cualquiera, pero la comparto por si a alguien le sirve—, lo primero que me dijeron al salir de la empresa fue: “Tienes que preparar una presentación de credenciales”. Y, aunque me considero resolutivo, me sentaba delante del ordenador y no era capaz. Durante tres años no pude escribir una presentación con la que sentarme ante alguien y ofrecer mis servicios. Con el tiempo entendí por qué. Todavía no sabía cuál era mi verdadero valor al margen de la tarjeta de visita. Y, para mí, era importante depurarlo. ¿Cómo iba a escribir “para qué valgo” si nadie me había contratado aún?
Al cabo de tres años, cuando ya podía mirar atrás y leer por qué me habían contratado, empecé a entenderlo. Porque lo que uno cree que vale no importa; lo que importa es que alguien ponga su dinero en ti… y, al cabo de un año, decida volver a hacerlo. Todo lo demás —las palmadas en la espalda, los “con lo brillante que eres”— no sirven de nada.
Ese fue mi primer gran aprendizaje: entender para qué valgo. Y, en mi caso, las empresas me contratan por dos cosas: contar bien las cosas y tenerlas ordenadas. Son diferentes para quien las contrata, pero para mí están conectadas. Cuentas mejor cuando tienes orden, y el orden solo se percibe si está bien relatado.
Hay una historia que suelo contar para explicarlo. Me llamaron un día para hacer un workshop con un cliente de innovación. No me podían contar de qué iba: ni en el aeropuerto, ni en la cafetería, ni a la puerta de la reunión. Entramos, nos presentamos y me dijeron: “Bueno Eduardo, haz tu trabajo”.
Yo no sabía ni a qué iba así que le dije al cliente: “no sé exactamente qué vamos a hacer aquí, pero creo que en la próxima hora y media vamos a decir muchas cosas. Yo voy a ir poniéndolas en cajitas. Cuando acabemos, te enseñaré las cajitas y, probablemente, digas: ‘Vaya, qué bien ordenado está esto’. Y yo te diré: es lo tuyo, solo que en la caja adecuada”.
Eso es lo que ocurrió. Y eso, para mí, es estrategia: escuchar, ordenar, poner cada cosa en su sitio y no mezclar cajas. Porque muchas veces no se trata de aportar más valor, sino de ayudar a que la organización entienda en qué caja está cada cosa y sepa a cuál ir cuando la necesite.
P: En tus proyectos insistes mucho en la importancia del orden. ¿Por qué es tan importante en estos tiempos donde la inmediatez lleva a veces al caos?
E: Precisamente por eso, porque la inmediatez nos lleva al caos. Si metes una pausa, evitas el caos y entras en el orden. Es casi autoexplicativo.
Y hay algo más. Perfiles como los vuestros, creativos, sois los que más deberíais respetar el orden. Yo me considero una persona creativa y quizá por eso me gusta tanto pues la creatividad se manifiesta partiendo del orden. Si estás en el caos, no eres creativo; simplemente eres uno más dentro de él. Por eso me parece tan importante estructurar las ideas.
También para que se te entienda. Mi madre siempre me decía: “Tienes una explicación para cualquier cosa”. Y creo que eso me marcó. Pienso que hay que tener una explicación para todo lo que haces y para por qué lo haces. De ahí mi obsesión por el orden.
Ahora bien, no confundo orden con rigidez. Trabajo con metodologías, pero mi premisa es que están para ser hackeadas. No respeto a quien las aplica al pie de la letra. En cambio, si alguien la modifica, la adapta, la hace suya… ahí sí está siendo útil. El orden no es seguir un manual, es tener una estructura propia y hacerla funcionar para ti.
Este verano, por ejemplo, he co-escrito con una gran amiga un libro que ordena tus ciclos emocionales en relación con lo que te importa. Hablo sobre todo de amor, pero también de trabajo. Y creo que la mitad del valor de ese relato está ahí, en entender que tener un orden para tu estado emocional —y para cómo vives el amor o cualquier otra cosa— es fundamental. Al final, el orden aplica a todo.
P: Hemos visto en tu blog que has creado el concepto O2C: Order to control, convey, commit ¿En qué consiste y qué beneficios concretos aporta a una empresa?
E: Lo creé hace tanto tiempo que, en realidad, fue casi un amago de esas credenciales que nunca llegué a poner en un PowerPoint. El concepto parte de algo muy sencillo: cuando ordenas las cosas, tienes más control sobre lo que está sucediendo; eres capaz de contarlas de forma más estructurada y, además, eso genera compromiso.
De ahí nacen las tres “C” de O2C: Order to Control, Convey, Commit. Ordenar para controlar, transmitir y comprometerse.
El blog que has leído lo abrí hace ya veinte años. Nunca tuve la aspiración de difundirlo. Era un mensaje para mí mismo. Cuando tengo una reflexión la aterrizo por escrito. Y si, a mitad del proceso, veo que no tiene sentido, la descarto. Si releo un post que pone orden sobre un tema y me doy cuenta de que no lo estoy aplicando, lo borro. Porque el orden también sirve para comprometerse.
En su momento, revisé todos los proyectos que había hecho y me di cuenta de que podían encajar perfectamente en esas tres fases. Incluso hice unas diapositivas como ejemplo.
Y aquí hay algo que me parece clave. Desde una persona disruptora por naturaleza, creo que deberíamos ser los primeros en fomentar el orden. Porque si no hay orden, no puede haber disrupción. Igual que no puede haber alegría sin tristeza.
P: Al hablar de poner orden, algunos podrían pensar que eso significa encorsetar la organización, volverse lentos o rígidos. ¿Mata el “exceso de orden” la creatividad o la agilidad?
E: No, no es lo mismo orden que disciplina. El orden es un dibujo; la disciplina es tu comportamiento aplicado a ese dibujo. Con el tiempo me he vuelto muchísimo más disciplinado que cuando era joven. He decidido canalizar toda mi disrupción hacia unas pocas cosas.
Cuando era más joven, me encantaba llevar la contraria por sistema. Te acercabas a mí y ya estaba buscando cómo discutir. Ahora prefiero ser más selectivo: voy al gimnasio, no lo pienso, simplemente voy porque toca. Y, del mismo modo, elijo con cuidado los momentos en los que quiero irrumpir o romper las reglas.
Pero lo tengo claro: sin una base de orden no se puede ser ni creativo ni disruptor. Es mentira eso de que la gente anárquica es más creativa. Lo que ocurre muchas veces —y a vosotros también— es que se confunde ocurrencia con creatividad.
Una ocurrencia es que te den un folio en blanco y pintes algo raro. Es fácil. Ser creativo de verdad es que te pidan pintar una casa con tres árboles, una familia y que, además, dé miedo. Ahí es donde aparece la creatividad. Cuando hay un marco, un orden, y consigues sorprender dentro de él.
P: ¿Qué diferencia de rendimiento y resultados se percibe en una compañía ordenada frente a quien aún no lo ha logrado?
E: Depende. Hay compañías anárquicas que funcionan de maravilla… y mejor no tocarlas. Tengo experiencias muy cercanas en las que ni me atrevo a cuestionar nada, porque ese caos funciona. Eso sí, suelen tener unas características muy concretas: por su tamaño, por el tipo de trabajo que hacen, por su cultura interna.
También hay organizaciones ordenadas que están completamente paralizadas por la burocracia y la protocolización. Por eso no creo que exista una receta universal. Es como la autoridad. Ahora está muy de moda el liderazgo empático, pero hay compañías en las que lo que se pide es un liderazgo autoritario. Y, ojo, lo piden los propios empleados. Hay personas que quieren que les digan lo que tienen que hacer y que les llamen la atención cuando no lo cumplen, porque así han trabajado toda la vida y se sienten cómodos con ello. ¿Quién eres tú para venir ahora a decirles que su jefe tiene que darles caricias por las tardes, cuando llevan décadas admirando a un líder exigente?
Con el orden pasa lo mismo. Hay momentos en que sí, momentos en que no. La vida, por suerte, es más compleja. Lo que sí es común en nuestro trabajo es la importancia de escuchar bien y no llegar con patrones predefinidos para imponerlos.
Ahí es donde a veces pecan las grandes consultoras: “Eres una farmacéutica, así que tienes que funcionar bajo estos parámetros”. Creo que hay que ser más artesanos, escuchar más y tener la capacidad de hackear nuestras propias metodologías para adaptarlas a cada caso.
P: En tu libro Comunicación Emocional afirmas que las emociones hoy son determinantes en la comunicación. ¿Por qué?
E: Ese debate de si el acto de compra es racional o emocional… en realidad es falso. No es ni una cosa ni la otra, porque estamos constantemente penduleando entre lo racional y lo emocional. Tú, por ejemplo, me miras mal. Yo percibo que me has mirado mal —eso es racional—, y esa percepción genera en mí una emoción. Esa emoción, a su vez, me lleva a interpretar que ha sido un ataque —otra vez racional—. Vamos saltando de un lado a otro.
Se utiliza la palabra “emocional” porque es fácil de entender y conecta con la gente. Pero en realidad, más que racional o emocional, lo que importa es distinguir entre lo consciente y lo inconsciente. Y la compra, muchas veces, es más inconsciente que consciente.
Ahí entra la comunicación. Las palabras que eliges tienen un impacto. La forma en que las dices tiene un impacto. Todo eso es subjetivizar lo que quieres transmitir, y es ahí donde aparece el efecto emocional: en cómo digo las cosas y en cómo tú las recibes.
Para mí, la clave está en leer lo que pasa por la cabeza del otro, racionalizarlo y entenderlo.
Trump es un maestro manejando la comunicación emocional. El Brexit es un ejemplo claro de cómo un país puede entrar en un lío monumental por un momento emocional. Y lo mismo ocurre en la empresa y en el consumo: una decisión aparentemente racional muchas veces tiene un origen inconsciente.
Por eso insisto en que hay que racionalizar las emociones, convertirlas en sentimientos y entender qué hay detrás. Y, en paralelo, tener otra conversación que para mí es más relevante: lo consciente frente a lo intuitivo. Ambos pueden ser racionales o emocionales.
Un ejemplo: tengo 50 años y me compro un descapotable. Te diré que es el coche que proyecta mi imagen profesional y si me pones un detector de mentiras, lo pasará. Pero quizá, inconscientemente, lo que hay es que en la oficina hay una chica de 30 que me hace ojitos. Y eso también me ha movido a tomar la decisión.
P: Hablas mucho de la empatía como base de la comunicación. ¿Cómo pueden los líderes o las marcas cultivarla en un mundo tan digital?
E: Totalmente. Y creo mucho en el thought leadership, porque hoy la autoridad no te la da tanto el carisma o la cercanía como la admiración. Pero la empatía no es solo liderazgo empático. El problema es que muchas veces ni siquiera tenemos claro qué es la empatía.
La empatía está definida, no es una interpretación libre. Giacomo Rizzolatti, Premio Nobel de Medicina, descubrió que nuestro cerebro está lleno de neuronas espejo. Estas neuronas nos permiten reproducir internamente lo que vemos en otros. Por eso, al ver a alguien beber Coca-Cola, se nos activan las mismas neuronas que si lo estuviéramos bebiendo nosotros. La capacidad de aprender, negociar, crear arte… todo está basado en estas neuronas.
Por eso, la empatía no es solo comprender —lo que llamamos empatía cognitiva y que usamos mucho en marketing—, sino sentir lo que siente el otro. Esa es la más difícil y la más importante. Si no sientes lo que siente el otro, es muy difícil comprenderlo.
En nuestro trabajo, por ejemplo, no basta con preguntar. Si haces un estudio etnográfico y entrevistas durante dos horas a un chaval sobre por qué elige una marca de ron sobre otra, probablemente no te cuente la verdad. Pero si sales de marcha con él y vives la experiencia, entenderás realmente su decisión. Ese es el problema. Ni políticos, ni educadores, ni profesionales del marketing estamos trabajando de verdad la capacidad de sentir lo que siente el otro.
La empatía también se apaga. Si te habla alguien que no te importa, desconectas. En cambio, si viene tu jefe a hablarte de un aumento de sueldo, la activas al máximo. El reto no es solo entrenarla, sino aprender a mantenerla encendida siempre. Basta con algo tan sencillo —y tan complicado— como interesarte genuinamente por alguien que no conoces y escuchar su historia.
Es un ejercicio agotador, porque implica pensar y sentir bajo los patrones emocionales de otra persona, no los tuyos. Lo he hecho en programas de mentoring y he salido exhausto, porque requiere una implicación enorme. Pero esa es la empatía de verdad; cuando no juzgas, sino que comprendes.
También requiere ser consciente del impacto que tienes en los demás. Por ejemplo, una simple mala cara de un jefe puede marcar el día entero de una persona; la forma en que se va a casa, cómo cena con su familia, cómo se relaciona con sus hijos. Yo soy muy consciente de que no siempre puedo controlar mis gestos y por eso decidí no tener empleados.
Recuerdo el caso de una persona de mi equipo que envié a un evento en Francia. Tenía una barrera enorme con el inglés y, además, una condición médica que hacía más difícil el viaje. Lo pasó mal, lo somatizó. Pero al final volvió entusiasmado. Había creado relaciones, todo había salido bien. Me alegré mucho por su superación, se lo dije y me emocionó verlo. Pero también le dije: “ahora ya sabes que puedes hacerlo solo. No vuelvas a contar conmigo para empujarte así, porque sé que durante estas semanas me has odiado en más de un momento… y a mí eso me duele. Pensaba que era bueno para ti, por eso insistí, pero no me compensa”.
Esa es la parte compleja de la empatía. A veces hay que actuar, aunque suponga un desgaste personal enorme. Pero también hay que saber cuándo no hacerlo.
P: Lideraste proyectos muy innovadores en tus etapas corporativas, como El Plan B de Carlos Jean o Londonize de Beefeater. ¿Qué aprendiste de estas experiencias?
E: Sí. Justo estaba hablando hace poco con Carlos sobre El Plan B. El gran aprendizaje de aquel proyecto está en el título del primer tema, que fue número uno en ventas en Los 40 y en iTunes: Lead the Way. Aunque, en realidad, el estribillo decía autocontrol. Y “autocontrol” fue, precisamente, la lección.
Hubo un momento en que el equipo estaba desbordado: retrasos, cambios sin avisar… y muchos lo veían como un desastre. Les dije: “habíamos planificado un viaje Madrid-Barcelona en un Mercedes con aire acondicionado y música, y nos hemos encontrado con una furgoneta hippie destartalada. Tenemos dos opciones, o frustrarnos… o disfrutar del viaje por carreteras secundarias. Y ahí fuera, la gente lo está disfrutando”. Ese proyecto me enseñó a soltar el control y hacer lo que quería la gente.
En Londonize con Beefeater ocurrió lo contrario: morir de éxito. Montamos mercadillos londinenses en el centro de Madrid, se colapsó el metro, intervino la policía… Nos obligaron a cerrar antes de tiempo. Pero nos demostró que pensar en grande y comunicar en formato blockbuster funciona mejor que hacer muchos eventos pequeños.
Antes, incluso, había liderado Movistar Activa Cup, de donde salió Dani Pedrosa. Allí entendí que no hay talento sin tormento. Cualquier persona realmente talentosa trae consigo rarezas y retos. Saber manejarlos es clave, y es algo que sigo aplicando.
P: ¿Echas de menos esos proyectos tan visibles?
E: En mi caso, no. Siempre he sido un pesimista positivo. Nunca pienso que algo vaya a funcionar, pero trabajo como si fuera a hacerlo. Ahora sigo igual, disfrutando más de investigar, pensar y conversar que de recoger premios.
Y entre los aprendizajes más curiosos está el de una joven asistente a la que propuse un reto: pasar de dos a mil seguidores en Twitter en una semana. Si lo lograba, le dejaba mi despacho; si llegaba a 3.000, también mi plaza de aparcamiento. La historia se volvió viral: entrevistas, marcas que se sumaban… y llegó a 10.000 seguidores en cuatro días. Me enseñó dos cosas: que la gente detecta la verdad en las historias y que el talento estratégico, aunque al principio no se valore, acaba marcando la diferencia.
P: Pero no todo han sido éxitos…
E: Efectivamente. Siempre que hablo del Plan B me obligo a hablar también de Absolut Lab: un proyecto espectacular… y un ‘hostiazo’ de un millón de euros. Y después de algo así —que en teoría es motivo de despido— no solo no me despidieron, sino que seguí adelante. Igual que con otros fracasos como Ballantine’s Live an Impression Festival que no salió como esperábamos. Me gusta recordarlos porque esos golpes, aunque duelan, enseñan muchísimo.
P: Como docente y mentor, ¿cuáles dirías que son los mayores desafíos para los nuevos líderes o emprendedores y cómo aconsejas afrontarlos?
E: Lo primero, y relacionado con la formación, es que el 90% de las formaciones que doy no son cosas que se aprenden en un aula, sino que se entrenan. Toma de decisiones, visión estratégica, customer centricity, gestión del talento… todo eso no lo dominas por escuchar una clase. Sales sabiendo la teoría, pero sin saber hacerlo. Yo puedo explicarte un movimiento, pero si no lo practicas todos los días durante un año, no vengas luego diciendo que no tienes “molla”.
El gran reto de la formación es que seguimos con la mentalidad Matrix; me tomo una pastilla y ya sé jiujitsu. No funciona así. Hay que entrenar, estar más en la calle y tener menos “biblioteca” y más “videoteca”. Vivir experiencias, compartir. Yo, por ejemplo, he visto Mujeres y hombres y viceversa entera, conociendo a todas sus protagonistas, porque era la gente a la que me dirigía. Tenía una tele en el despacho y lo ponía de fondo todos los días.
Estamos demasiado encorsetados pensando que todo se puede aprender siguiendo “los cuatro pasos del gran líder”. Esos pasos valen para algunos… y para otros no. Lo más importante es entender tu propia maquinaria. Tengo una diapositiva que uso a menudo con el caso de Choi Yeo-jin, conocida como “la predicadora de la felicidad” en Corea. Esa mujer se suicidó porque un libro de autoayuda le decía: cuando ocurra A, tienes que hacer B; cuando ocurra B, tienes que hacer C… pero tu A no es igual que mi A, ni tu B me afecta igual que a ti. Una vez usas B, ya no es la misma B.
Lo mismo pasa con ciertos psicólogos. Algunos te direccionan de forma estandarizada, como si las recetas sirvieran para todos. A mí me gustan los que te explican la metodología y te dejan aplicarla según cómo eres tú.
Por eso, para manejarte en la vida —ya ni siquiera solo para liderar— mi consejo es relax y vivencia. Formación, sí, pero adaptada. Por ejemplo, la inteligencia artificial. Puedes hacer una formación específica, pero no me apuntaría a un máster porque, cuando estés por la mitad, ya habrá quedado obsoleto.
No es un mueble de Ikea, donde si te falta un tornillo todo se tambalea. Es como el manual de una lavadora. Te lo lees cuando la estrenas, pero luego, cuando tienes que lavar edredones, buscas el programa de carga rápida, aunque nunca lo hayas usado. Con el desarrollo personal y profesional es igual. Aplica lo que aprendes en función de para qué lo necesitas en ese momento.
P: Sueles decir que trabajas en la “industria del significado” ¿Puedes desarrollar este concepto y cómo lo aplicas en tu trabajo con marcas?
E: Admiro muchísimo a la gente que trabaja en lo que yo llamo “la industria de la verdad”. Esos profesionales que entran en una empresa y, como un Chicote corporativo, dicen “esto es una mierda, esto hay que cambiarlo, esto hay que hacerlo así…”. Yo no podría. Me parecería terrorífico decirle a alguien que haga algo, que luego no funcione… y no saber dónde esconderme.
Tampoco me identifico del todo con “la industria del acompañamiento”, aunque está más cerca. En ella no te digo qué hacer, pero voy a tu lado, ayudándote a ordenar y estructurar. Es, de alguna manera, lo que estamos haciendo ahora.
Cuando hablo de la “industria del significado” me refiero a algo distinto. Para comprender las cosas primero hay que entender su significado, su concepto. A partir de ahí, todo se puede ordenar.
Cuando me llega una empresa, lo que intento es comprender qué representa para la gente que la contrata —ya sea B2B o B2C—. Una vez entendido ese significado, puedes actuar en coherencia con él. No voy a prometerte que si haces X pasará Y, pero sí puedo acompañarte para que todo lo que hagas tenga sentido con esa esencia.
Ahí entra la filosofía, que para mí es fundamental. Los metafísicos, como Kant, se dedican a definir las cosas por contraste con otras. Para ellos, la semilla, el árbol y el fruto son tres cosas distintas. Los dialécticos, como Hegel, ven esos tres elementos como tres estados de una misma esencia.
Yo trabajo así. Saco la esencia de una empresa, entiendo su cultura, su alma. A partir de ahí, puedo comprender si en este momento está desilusionada o si está en un pico de productividad. Es entender esa esencialidad… y trabajar desde ahí. Eso, para mí, es el significado.
P: Mirando al futuro, ¿qué tendencias crees que transformarán la manera en que las empresas comunican y estructuran su estrategia?
E: Me niego a contestar. Paso del futuro. En vez de ponerme a hacer predicciones, prefiero practicar algo que está muy de moda: el estoicismo. Dedica menos tiempo a anticipar lo que viene y más a observar lo que está pasando hoy, porque eso te va a dar un futuro mucho mejor que cualquier pronóstico.
No hago predicciones. Lo que hago es estar muy atento a lo que funciona ahora y a cómo puede evolucionar. En lugar de apostar por una única visión del mañana, prefiero mantenerme abierto a las opciones.
El estoicismo, al final, es centrarte en lo que puedes controlar y dejar de preocuparte por lo que no depende de ti. Tiene algo del agnosticismo, incluso. Una vez escribí que era agnóstico porque me gustaba la palabra, pero en realidad es más apatía en ese sentido. Me da igual preguntarme si Dios existe. No es que no lo sepa… es que no me importa, porque no afecta a lo que estoy haciendo ahora.
Lo importante es lo que tienes delante, una reunión ahora, quizá un plan con mi hijo después. Lo demás… qué más da.
P: ¿Hay alguna frase o lema que te guíe en tu vida profesional y que quisieras compartir con otros líderes?
E: “Quien comprende a las personas, comprende el mundo”. Esa es mi obsesión.
Me encanta el fútbol. Tanto, que me he programado un Make que me actualiza los partidos del Real Madrid y del Liverpool, y me crea citas en el calendario. Me apasiona. Y, curiosamente, cada vez sé menos de fútbol. He jugado mucho en mi vida, pero ya no sé hablarte de si un jugador es un falso lateral o de cómo se ejecuta una jugada técnica. Lo que sí puedo decirte es lo que piensa y siente Darwin Núñez con un determinado grado de precisión.
Me apasiona observar a los jugadores. Creo conocer a algunos con cierta intimidad, más a unos que a otros. Me fascina entenderlos, sobre todo en un contexto tan estresante como el suyo.
El otro día, hablando de esto con un amigo mío, el director de cine Jaime Rosales, ganador de un Goya, le pregunté: “¿Cuál es tu relación con las películas?”. Me respondió: “se me ocurre la idea, la conceptualizo, escribo el guion… y me enamoro del proyecto. Desde el primer día de rodaje hasta cinco años después de estrenarla, la odio con toda mi alma. Y al cabo de cinco años, la veo y pienso: oye, no estaba tan mal”.
Ese tipo de conversaciones es lo que no podría dejar de tener. No echo de menos recibir premios ni hacer entrevistas, pero sí echaría de menos, y mucho, no poder hablar con gente interesante que me ayude a entender el mundo desde perspectivas distintas a la mía.
Me encanta observar la vida, incluso en segundo plano: escuchar, mirar… Tengo, incluso, una especie de “perversión”. Si estás a punto de reír, no puedo evitar llevarte a que rías; si estás a punto de llorar —por alegría o por tristeza—, no puedo evitar empujarte a que lo hagas.
Necesito comprender a las personas. Entender la unicidad de cada una. Todos tendemos a pensar que alguien se parece a otras tres o cuatro personas que conocemos… pero en realidad cada uno es único. Y esa unicidad me parece maravillosa.
También me fascina vivir situaciones particulares, incluso extremas. Cuando digo que he ayudado a gente, no me refiero a casos de “en el trabajo no me valoran”. Hablo de una mujer que sufría abusos sexuales por parte de su pareja profesional, lo que le desencadenó cuadros de bulimia y una autoestima por los suelos. Recuerdo estar en reuniones y tener que salir porque estaba a punto de provocarse el vómito. Me llamaba desde otro país en el que vivía entonces.
Llegar a comprender a alguien en situaciones así… eso me fascina. Es lo único que, de verdad, me importa en la vida.